El país de las mandarinas podridas
¿Por qué las mandarinas tienen tan mal marketing? Por qué, si son tan ricas, vienen en gajitos para comerlas sin tener que hacer ningún esfuerzo... como si la naturaleza las hubiera preparado para que uno las tome y solo tenga que consumirlas. Así, simples, y hasta jugando con la perfección de sus formas.
La idea quedó en el aire, y sin reparar en momentos meditativos al respecto (porque era tan obvio que no necesitaba ser pensado) las respuestas surgieron solas. Las fuimos hilando, consensuando y llegamos finalmente a la conclusión que da nombre a este pequeño y humildísimo intento de ensayo.
Las mandarinas tienen mal marketing porque son frutas que desde siempre (el siempre claramente refiere hasta donde llegamos a recordar) crecieron casi como yuyos. Es decir, no había que dedicar demasiados cuidados –ninguno de hecho – para su crecimiento y pleno desarrollo en los árboles que por estas latitudes se dan con extrema facilidad.
Las mandarinas tienen mal marketing porque llegan al mercado con esa connotación a cuestas: como algo que no necesita cuidado, que no “cuesta” en su proceso, y se ofrece con la más generosa de sus cualidades sin pretender más que ser elegidas por alguien. Y este siniestro mercado se maneja ineludiblemente por la ley de la oferta y la demanda. A mayor oferta, menor valor de producto. Simple, matemático, espantoso.
Espantoso sobre todo porque, como en este caso, desestima la esencia de una fruta tan magnífica en su concepción, como deliciosa en su sabor.
Y si vamos un poquito más lejos, el ejemplo de las mandarinas es perfecto para describir a nuestra sociedad: siempre se valora más lo que cuesta. Trabajo, esfuerzo, o simplemente lo que cuesta por su valor agregado (que quién sabe quién lo asignó y por qué).
Y más aun, los individuos son valorados por su inaccesibilidad, no por lo contrario... cuando debería ser exactamente al revés. ¿O acaso no es mucho más placentero disfrutar de la compañía de personas abiertas, honestas, sin juegos, trampas y ningún arma humeante escondida en el bolsillo? ¿No son mucho más ricas las mandarinas que las tunas?
Así llegamos a la infeliz conclusión: vivimos en un país de mandarinas podridas. Porque al ser baratas y contar con tan mal marketing, la mayoría se retrae frente a ellas en las góndolas o en las verdulerías. Y las dejan ser, las dejan esperando hasta que sus gajos se secan y se pudren.
Si valorásemos lo bueno más allá del packaging, si adjudicásemos a las cosas y a las personas su valor real (medido por su esencia y no por su marketing personal), si actuásemos conforme nuestras propias creencias y no guiados por el mandato social y el deber ser, las mandarinas no se pudrirían en sus cajones. Y seguramente todos, viviríamos más relajados comiendo sus gajitos perfectos y jugosos. Pelando la próxima para nuestros amigos y disfrutando de cada uno como se lo merece, con verdadero respeto. ¿Y la cáscara?... ese es otro cuento. Y después de todo, hay algo o alguien perfecto en este mundo?